Milton Wolff. La Brigada Lincoln llega a Caspe

Tuve ocasión de ver a Milton Wollf en acción unos años antes de que muriera. Compartía estrado con el historiador británico Gabriel Jackson en un acto de homenaje a las Brigadas Internacionales celebrado en Marça, provincia de Tarragona, en noviembre de 2003. Por aquel entonces el “lobo” tenía ochenta y ocho años. Había nacido en Brooklyn, Nueva York, en 1915. Tardaría todavía cinco en morir de un paro cardiaco. Eso ocurriría en Berkeley, California, el 14 de septiembre de 2008.

La primera vez que llegó a España, en marzo de 1937, apenas tenía veintidós años. La leyenda cuenta que su madre supo de su alistamiento a través de la portada del diario  The Forward en la que lucía la célebre fotografía que Robert Capa tomó de Ernest Hemingway junto a un joven delgaducho de rasgos duros que cubría su cabeza con una boina del revés y miraba hacia el suelo como queriendo evadirse del objetivo de la cámara. The Forward era, sigue siéndolo, un periódico, hoy semanal, neoyorkino dirigido a un público judío de izquierdas. Wolff era judío y se había afiliado al Partido Comunista de los Estados Unidos siendo apenas un adolescente. Muchos años después, ante el Comité de Actividades Antinorteamericanas que capitaneaba el ínclito senador Joseph Maccarthy, Wolff declararía: soy judío y sabiendo que como judíos fuimos los primeros en sufrir el fascismo, me fui a España a luchar. Capa también era judío.

Su primer contacto con la acción tuvo lugar en julio de 1937 en la Batalla de Brunete donde se haría cargo de una ametralladora. De allí pasaría a otros frentes no menos míticos. El Ebro, Belchite, Teruel. En marzo de 1938, en plena ofensiva nacional sobre Aragón, se convirtió en el noveno, y último, comandante del Batallón Abraham Lincoln, integrado en la XV Brigada Internacional, cargo que desempeñó hasta su desmovilización, junto a otros miles de brigadistas, en septiembre del mismo año. Al frente del Batallón participaría en la contraofensiva sobre la mortífera cota 666 de la Sierra Pandols, que en apenas diez días cambió nueve veces de manos dejando un largo reguero de muertes en ambos bandos.

Wolff no fue un brigadista más. Encarnó más que ningún otro ese aire romántico y aventurero que aún hoy atribuimos a aquella heterogénea expedición de freedom fighters. Capa lo inmortalizó en varias ocasiones con su lente. Disfrutó de la amistad de Hemingway. Se dice que fue el escritor quien le sirvió su primer güisqui y también que Wolff, previamente, le había birlado una hembra. También se dice que un personaje de Por quien doblan las campanas está inspirado en él. Hemingway dejó escrito: 23 años, alto como Lincoln, demacrado como Lincoln y tan valiente y tan buen soldado como cualquiera que comandó batallones en Gettysburg. Está vivo y sin heridas por la misma casualidad que deja en pie a una alta palmera tras el paso de un huracán. Su presencia en algunas de las batallas más sangrientas de la Guerra Civil Española, sus experiencias en la Segunda Guerra Mundial, en Birmania y al frente de columnas de partisanos en Italia, y su persecución durante la llamada caza de brujas emprendida por el inquisitorial senador Maccarthy constituyen los hitos más destacados de una vida teñida definitivamente por la bruma de la leyenda. A ello hay que añadir su faceta de escritor plasmada en novelas como la autobiográfica Otra Colina y las todavía no traducidas al español A member of the working class y The premature antifascist.

Conservo nítidamente la imagen de aquel anciano alto como un jugador de baloncesto, espigado como un adolescente, en la mañana fría de Marça. Recuerdo su boina negra, sus gafotas y su larga perilla a lo Buffalo Bill. Viéndole moverse con aquella elegancia innata entre los asistentes al homenaje a pesar de lo avanzado de su edad, pertrechado siempre con su sonrisa de seductor casi profesional, resultaba totalmente verosímil que, con setenta años menos, fuera capaz de levantarle un ligue al mismísimo Hemingway. Pero si hoy pienso en Milton Wolff lo que mejor recuerdo fue el modo en que puso fin a su intervención. Sin abandonar la sonrisa, y mirándonos a todos desde su altura, volvió a ofrecerse generosamente: y ustedes los españoles, ya saben: si vuelven a tener problemas, no duden en llamarme.

Jesús Cirac

En Otra Colina, editada en español en 2005 por Ediciones Barataria, Milton Wolff, amparado en su alter ego Mitch Castle, narra sus experiencias en diversos frentes de la guerra española. En la página 281 se inicia el relato de la llegada a Caspe del Batallón Lincoln con el detalle de una escaramuza ocurrida en las oscuras calles de la ciudad. A continuación les ofrecemos la trascripción del citado pasaje. Deben tener en cuenta que Otra Colina es una novela, una obra de ficción basada en experiencias personales, si lo que intentan es ubicar la acción en su mapa mental de la localidad. Lo importante es contemplar a través del filtro de la literatura una realidad conocida. Después de leer a Wolff resulta difícil recorrer las calles mil veces recorridas sin dejar volar la imaginación. Los lugares que creíamos conocer guardan secretos que nos son desvelados por hombres nacidos y muertos a miles de kilómetros de distancia. Aunque, como nosotros mismos, también un día las recorrieron.

 Durante un par de días hubo escaramuzas en Híjar, tanto dentro como fuera del pueblo, y luego retrocedieron en dirección a Albalate, tomando un desvío hacia Caspe. Muchos eran los kilómetros y muchas las colinas, y poca la esperanza. Cada paso atrás mermaba a los hombres. Los rezagados se perdían, los hombres caían agotados y quedaban atrás. Hostigados por la artillería enemiga, por ametrallamientos y bombardeos, cada vez que el humo de disipaba eran menos los que se levantaban y proseguían la marcha. Tenían que continuar para escapar del cerco. Aunque aún no lo supieran, ni la palabra hubiera sido acuñada todavía, se hallaban atrapados en una Blitzkrieg o guerra relámpago, amenazados continuamente por el derrumbe de sus flancos, las lacerantes incursiones motorizadas y la caballería fascista que se movía a sus anchas. 

Así estaban las cosas cuando la brigada se puso en contacto con Luigi Longo, un italiano que según le había dicho a Castle era el segundo de André Marty, el comisario francés de todas las unidades internacionales. Longo los detuvo en la carretera a las afueras de Alcañiz. Allí estaba, con el rostro demacrado, un divieso tremendamente inflamado detrás del cuello enrojecido por el sol, preguntando a los oficiales y a los soldados a qué unidad pertenecían y dirigiéndolos a sus posiciones en la columna. Los dispuso en una columna de cuatro en fondo que Castle calculó que tenía por lo menos un kilómetro de largo, con un tanque mexicanski a la cabeza, y dio la salida para la larga marcha hacia Caspe, que según Longo todavía era zona republicana. Al menos lo era la última vez que tuvo noticias del general Walters, que comandaba la XXXV División. 

Se aproximaron a Caspe con cautela, lo vieron aparecer ante ellos, en una elevación sobre los campos circundantes. No sabían si estaba ocupado o no, así que hicieron un alto. Castle se puso en pie para distinguir mejor a una figura que estaba sobre un muro a la entrada del pueblo y que parecía hacerles señas agitando un sombrero. Castle reconoció la cabeza calva de Walters reluciendo al sol. Dio unos golpes en la torreta del tanque. 

            -Walters. El general Walters. ¡El pueblo aún es nuestro!- les gritó a los hombres que lo seguían. 

Pero Caspe no era del todo suyo, según Doran, que asumió el mando en cuanto llegaron. Doran montó un cuartel general provisional en la plaza mayor y desde allí pareció sugerir, más que ordenar, acciones que podían llevar a cabo los jefes de unidad del Lincoln. Solicitó opiniones, información y preguntó qué se les podía pedir a los hombres que estaban a su mando. 

Luke Himman, un explorador del batallón que había cubierto la retaguardia, llevó la noticia de que una unidad enemiga había alcanzado las afueras de Caspe y estaba tomando posiciones en las colinas, a la salida del pueblo. 

Doran estaba decidido a mantener Caspe todo el tiempo que fuera posible para que las reservas de la fuerzas republicanas tuvieran la oportunidad de montar líneas defensivas en la retaguardia. Pidió a los mandos que reunieran a todos los hombres que pudieran para lanzar un ataque y tomar las colinas. ¿Estarían los hombres en forma para una operación así? 

            -Cristo, sí- ladró Bianca, aburrido ya de tantas historias. Estaban cansados de retroceder, hartos de no saber qué le había pasado a casi la mitad del batallón que inexplicablemente había desaparecido, se había perdido o había quedado aislado durante la noche de la retirada. Habían querido presentar batalla, pero los flancos no dejaban de ceder. Ahora estaban listos para pelear y se aprestaron al combate. 

Doran dirigió la carga colina arriba, con los hombres disparando caóticamente, gritando y maldiciendo, lanzando granadas al aproximarse a la cima. Castle, que intentaba seguir el ritmo de Doran, vio que los fascistas se levantaban y escapaban ladera abajo hasta desaparecer en un bosquecillo. Por los uniformes pensó que eran del Tercio, la legión extranjera. Hemos debido de darles un susto de muerte, pensó, almas en pena que aúllan en lenguas extrañas y atacan a plena luz. No hubo persecución. El objetivo de Doran era conservar Caspe. 

Al día siguiente, Doran ordenó patrullar las calles y que se informara al cuartel general provisional de la plaza. A media tarde, llegó la noticia de que los fascistas estaban en las calles, tras infiltrarse en el pueblo por la parte norte, desprotegida. Mandaron patrullas y se produjo un breve tiroteo cuando se produjo el encuentro. Los fascistas interrumpían el contacto tras cada encuentro. Las patrullas del Lincoln seguían avanzando y los que no tomaban contacto volvían a la plaza para informar a Doran. Doran los mantenía en movimiento, asignando las patrullas a otras calles. Nadie, pensó Castle, sabía qué coño estaba haciendo, ni los fascistas ni Doran. Pero Doran no cejó. Durante todo ese día y ya entrada la noche. 

Castle, que encabezaba una patrulla de diez hombres, escuchó atentamente a Doran. Doran opinaba que su grupo tenía que hacer una incursión por la calle mayor, asegurarse de que quedaría libre de enemigos por la noche. Tendría apoyo de tanques. 

            -¿Dónde están?

            -De camino.

            -¿Esperamos a que vengan?

            -Es mejor que salgáis ahora, antes de que los fascistas lleguen aquí. Los tanques os alcanzarán a vosotros. Lleva otra patrulla contigo.

 Castle desplegó las patrullas, diez hombres por un lado de la calle y diez por el opuesto, y él en medio por delante. Tenía planeado ir calle adelante hasta el final, montar una posición defensiva y mantenerla. Habían avanzado notablemente cuando oyeron el estruendo de tanques que venía de una travesía en la retaguardia. Las estrechas calles estaban demasiado oscuras para que los tanques sirvieran de algo, así que ¿por qué ir tras él? Detuvo a los hombres. El ruido de los tanques resultaba algo extraño, más ligero y estridente que el de los tanques rusos. Desplazó a los hombres a las oscuras sombras de cada lado de la calle y les dijo que se mantuvieran al acecho hasta la llegada de los tanques. Eran dos, quizá tres o más, pero estaba oscuro y avanzaban con lentitud, en fila india, así que resultaba difícil distinguir cuantos había. Vio el primero y el que iba detrás y puede que hasta un tercero, o quizá solo lo oyó e imaginó que lo veía; no tenía modo de saberlo con el ruido de los motores amplificado por la estrechez de la calle y el traqueteo de las orugas sobre el pavimento. Doran no le había informado de con cuantos tanques podía contar y parecía que se estaban reuniendo más de los que a él le cabía esperar. El de cabeza tenía la torreta abierta y apareció el torso de un tanquista, una borrosa figura que se recortaba contra las casas oscurecidas de la calle. 

Castle hizo señas a uno de los hombres, Sam Grant, de que lo cubriera. Avanzó con el brazo en alto. 

            -¡Alto!- ordenó en español. El tanque paró.

 Al acercarse al tanque, Castle sintió que algo no iba bien. La pintura era tan negra… ¿quizá por efecto de la noche? Aún así, la altura no era la normal. Parecía más bajo de lo acostumbrado. Para entonces ya estaba plantado muy cerca y miraba al cañón de una pistola, algo que tampoco parecía normal. El hombre que lo apuntaba esperaba a que él diera el primer movimiento.

Lo primero que pensó al ver la pistola fue que iba desarmado. Había llegado de Benicássim sin arma porque dejó la Luger con el batallón cuando se fue a sacar la muela. Cerca de Híjar consiguió una Remington, pero cuando se subió en el tanque en el viaje a Caspe se la entregó a uno de los hombres. La cuestión era cómo proceder ahora. Tenía a Sam cubriéndolo y, aunque no lo sabía, Sam se había llevado consigo a Martinelli. El tanquista miraba a Castle desde arriba, luego a Grant y después a Martinelli, apartado a un lado. Habló él primero.

            -¿De qué parte de España?

Al oído poco entrenado de Castle no le sonó a español hablado por un español. Eludió la pregunta.           

            -¿Y tú, de qué parte vienes? –limitó al máximo sus palabras, inseguro de su    gramática y su acento.

 El tanquista soltó algo incomprensible, pero que lo convenció de que se hallaba ante un fascista con una pistola que le apuntaba a la cabeza. Le soltó entonces una retahíla de palabras inconexas, muchas de las cuales le sonaron a nombres de lugares que no conocía. A medida que hablaba fue introduciéndose lentamente en el tanque. El intercambio de palabras le resultaba familiar: contraseñas para distinguir a amigos de enemigos. Pero a ellos no les habían dado ninguna antes de salir a patrullar. Solo cabía suponer que no la había. 

El tanquista tiró y Castle se agachó. 

            -¡Fascistas!- advirtió a los demás.

El tanquista desapareció en la torreta justo cuando Sam le disparaba a la cabeza. Sam, Martinelli y Castle corrieron a refugiarse a la sombra de los edificios, y la ametralladora del tanque abrió fuego. 

En el mismo momento en que echó a correr, Castle vio que el tanque tenía cubierto un lado de la calle. Allí formaban un grupo cerrado y el fuego de la ametralladora se desató sobre ellos. El tanque iba derecho hacia el grupo, y todo el mundo disparaba y corría. Castle y sus dos soldados corrieron pegados al edificio hacia el resto de los soldados, que ahora gritaban rabiosos y maldecían. El tanque pivotó y se fue por donde había venido. Se oía el chirrido de los otros que reculaban. Dejó a Sam y Martinelli al cuidado de los soldados y, reagrupando a los diez hombres apostados al otro lado de la calle, los condujo de vuelta a Doran y al grupo al mando. El resto del batallón convergía en el mismo lugar, llegaban desde distintas calles. Halló a Doran en medio de una multitud creciente de hombres que hablaban todos a la vez. 

Doran intentaba asimilar toda la información. Cuando Castle le contó lo de los tanques, parecía como ausente. Sus músculos faciales temblaban por la tensión apenas contenida. 

            -¿Cómo sabes que los tanques no eran nuestros?

 Mientras Castle se lo pensaba, les distrajo la llegada de otro grupo de hombres seguido de cerca por un único tanque. A aquellas alturas la luna se había alzado sobre las colinas, y Castle examinó el tanque. Era más alto y más grande que el otro, pero Doran ya estaba liado con otro problema antes de que Match pudiera explicárselo.

 Joe Bianca, murió en la cota 666 de la Sierra Pandols.

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