En la Grecia clásica, y en otras culturas, se practicaba el ritual del sacrificio. Este rito permitía comunicar con los dioses, tejía lazos de adhesión social y sancionaba la buena marcha de la polis. La etimología de sacrificio remite a convertir algo en sagrado («sacer facere»). Se trataba de ofrendar a la divinidad objetos y vidas animales o humanas para proteger a la comunidad; de destruir bienes y matar víctimas propiciatorias para salvar a todos los demás.
Eso era en las sociedades antiguas, repletas de supersticiones y prácticas bárbaras que ofenden al buen gusto moderno. En la actual, somos más refinados. Ahora sacrificamos solo nimiedades: un peón en una partida de ajedrez; un defensa para ganar en el fútbol; una parte de nuestro tiempo para lograr algo; un país o los que sea, con su población, para mantener el statu quo político y económico… Nada del otro mundo. Ya no hay sangre ni dolor de por medio.
Veamos si no los sacrificios que nos piden para controlar el déficit público. A los sacrificados ya no se les priva de la vida terrenal, solo de su trabajo y sistemas públicos de provisión social. Los sacrificantes ya no son oscuros chamanes, sino íntegros políticos que se sacrifican por nosotros. Y el altar de las ofrendas ya no es el de crueles deidades, sino el de los benditos mercados. Dicen, eso sí, que estos son más difíciles de contentar, más voraces que los viejos dioses. Y también que se ha invertido el equilibrio anterior: ahora no hay unos pocos inmolados para proteger a los demás, sino millones de nosotros desahuciados para salvar el orden que asegura los beneficios de unos pocos. En el Olimpo dela Greciaactual, sin ir más lejos, los dioses ya se quejan. Empieza a haber overbooking. No hay cielo para tanto desgraciado hecho sagrado por los modernos sacrificios.
José Luis Ledesma
