A vueltas con la huerta de Caspe

Si decides abrir un melón te lo tienes que comer entero o asumir que más tarde o más temprano acabará pudriéndose entre tus manos. Ay del responsable municipal que decida ponerse firme con la disciplina urbanística sin saber que no podrá quedarse a medias. El alto coste en términos de votos solo podrá verse compensado con los buenos resultados que obtenga con su gestión. Es decir: quedo mal con los vecinos a los que directamente fiscalizo pero bien con los que perciben los efectos beneficiosos (estética, seguridad jurídica, recaudación municipal) de la iniciativa.

Que en Caspe la disciplina urbanística nunca se ha llevado con rigor puede percibirlo cualquiera simplemente dándose un paseo por sus calles. En eso no se diferencia de la mayoría de los pueblos aragoneses. Tampoco en el hecho de poseer una abundante presencia de edificaciones dispersas por su término municipal. La huerta caspolina alberga cientos de pequeñas construcciones en las que muchos ciudadanos invierten su tiempo de ocio e incluso fijan su residencia. Es un ecosistema social que, de otra forma, se vería abocado a la extinción. Hace muchos años que la huerta perdió la importancia económica que un día tuvo y quienes hoy la frecuentan, especialmente en fin de semana, buscan en ella el descanso, la paz, la nostalgia o la salud. Quizá estimen en mucho las frutas y hortalizas con las que complementan sus economías domésticas pero, en general, no contemplan sus pequeñas posesiones como principal fuente de ingresos económicos. Dicho de otra forma: si la huerta no les ofreciera esas posibilidades de ocio, divertimento y relax sus propietarios la abandonarían, la dejarían morir.

Las legislaciones urbanísticas son, en general, reacias a la dispersión urbana. Es lógico. Pensemos en las miles de edificaciones ilegales que se concentran en el entorno de Zaragoza, en urbanizaciones ejecutadas sin ningún tipo de planificación, carentes, en muchos casos, de los mínimos servicios. El problema es grave y las iniciativas dirigidas a darle solución avanzan por vías lentas y conflictivas sin obtener, en la mayoría de los casos, resultados satisfactorios. Pero el caso de las huertas tradicionales en el mundo rural presenta perfiles radicalmente distintos. En su origen, la huerta tradicional se manifiesta como una realidad preexistente a cualquier planeamiento urbanístico. Ya existía y funcionaba perfectamente mucho antes de que los primeros urbanistas se pusieran a deliberar acerca de como organizar las ciudades. Ello debería haber llevado al legislador a inspirarse en criterios medioambientales, técnicos o de ordenación territorial extraordinariamente cuidadosos con una realidad social, antropológica y cultural no menos digna de protección y respeto que el Mudéjar, las pinturas de Goya o el arte rupestre levantino.

Ante la realidad caspolina, el Ayuntamiento podría haber seguido dos vías. Una consiste en recoger en el Plan General de Ordenación Urbana ese “hecho diferencial” y otorgarle un especial estatuto jurídico que permita su ordinaria conservación y disfrute. La otra consiste sencillamente en mirar hacia otro lado y “dejar hacer, dejar pasar”. La primera choca frontalmente con la legislación autonómica y con los criterios imperantes en el urbanismo moderno y emprenderla conduce directamente al fracaso. La segunda bordea los límites de la legalidad pero es comprensiva con una realidad que las leyes son incapaces de regular y respeta un modo de vida que, de cualquier otra forma, se verá abocado a desaparecer como el oso panda o el lince ibérico.

Lo más sensato hubiera sido seguir obviando una realidad conocida por todos y beneficiosa para todos a pesar de no encuadrarse dentro de la legalidad. Está feo decirlo pero son muchas las ocasiones en que lo real y lo legal divergen y, después de todo, el mundo sigue girando. El melón de las edificaciones en la huerta caspolina era demasiado grande para poder comérselo sin indigestarse. Una vez abierto, el panorama que nos encontramos es el siguiente: cientos de ciudadanos acojonados ante el destino incierto de sus propiedades; un ayuntamiento enfrentado a vecinos que, además, están en manos de jueces y abogados con el perjuicio económico y emocional que ello conlleva; la huerta caspolina, como realidad cultural, social y antropológica, en grave peligro porque las soluciones legales al problema deberán encajar en una normativa autonómica rígida y estricta que no entiende de realidades culturales, sociales y antropológicas. Para más inri, el responsable de urbanismo que decidió en su día abrir el melón ni siquiera ha podido degustar su pulpa dulce y sabrosa porque las urnas lo han castigado de forma fulminante, muy probablemente como consecuencia directa de su glotonería. Conclusión: mejor nos hubiera ido a todos si hubiéramos dejado dormir al melón. De todos es sabido que los melones los carga el diablo y que la política se parece demasiado a un melonar.

Jesús Cirac

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