Caspe, 1412. Nueve elegidos designan a Fernando de Trastámara como sucesor del fallecido rey Martín. Coincidirán conmigo: es una explicación demasiado corta.
Para saber más sobre el hecho más famoso de la Ciudad de Caspe, deberíamos retroceder en el tiempo, conocer la historia de la Corona de Aragón y aproximarnos al contexto histórico de los territorios de la actual España a principios del siglo XV. Pero quizá resultaría un poco largo.
Así que les propongo un trato. Me comprometo a contarles el Compromiso de Caspe resumidamente, del modo más ameno posible, y ustedes leen hasta el final. ¿Aceptan? Pues vamos allá.
Europa se recuperaba del devastador siglo XIV marcado por la peste, carestías y guerras (el continente había perdido la tercera parte de sus pobladores en los años anteriores). Acababa de nacer el nuevo siglo que marcaría el fin de la Edad Media y el principio de la Moderna.
Al este de la península Ibérica existía una tierra llamada Corona de Aragón, formada a mediados del siglo XII tras el matrimonio de Petronila, por Aragón, y Ramón Berenguer IV, por Cataluña. El último descendiente de ellos, Martín I -llamado el Humano por su pasión hacia las letras- garantizó la línea sucesoria al concebir un varón: Martín el Joven.
Pero Martín el joven, tras ganar la batalla de Sant Luri (Cerdeña), cayó enfermo. Todavía convaleciente, y haciendo gala de su fama como mujeriego, se entregó a los brazos de la llamada “bella de Sant Luri”. Y la cosa acabó mal. El veinticinco de junio de 1409 un emisario llegó a la residencia real de Barcelona con la noticia de la muerte del príncipe.
Tras la muerte de su hijo, el rey Martín padeció en una fuerte depresión. Martín el Joven era el único descendiente -a excepción de Fadrique, el nieto bastardo que tenía complicado acceder a la corona- y, por tanto, la sucesión peligraba. El Rey, viudo, se vio obligado a desposarse rápidamente; Margarita de Prades fue la elegida para concebir un heredero. Pero los intentos de que ésta quedara en cinta se fueron esfumando y, por si fuera poco, la escasa fortaleza del Rey se acabó de deteriorar. Comidas abundantemente especiadas y remedios supuestamente milagrosos no hicieron más que empeorar su salud.
En los últimos días el rey Martínno se decidió a nombrar sucesor (si bien había previsto la legitimación de su nieto, el bastardo Fadrique, para el 1 de junio). El veintinueve de Mayo de 1410, en el monasterio de Valldoncellas Martín falleció sin nombrar sucesor. Pero no faltaban los aspirantes. Estos eran los principales:
- Don Fernando de Antequera, infante de Castilla, hijo de doña Leonor, hermana mayor del rey Martín.
- Don Jaime, conde de Urgell, biznieto por línea paterna de Alfonso IV de Aragón.
- Don Alfonso, duque de Gandía, primo segundo de Don Martín y nieto por línea paterna de Jaime II.
- Don Luis, duque de Calabria, hijo de Luis de Anjou y de Violante, hija de Juan I de Aragón y sobrina carnal de Don Martín.
- Don Fadrique (menor de edad y bastardo), hijo natural de Martín de Sicilia y por quien el rey Martín había mostrado bastante afecto.
Tras la muerte del Rey y la posterior disolución de las Cortes ningún estamento podía hacerse cargo de los asuntos del reino. Fue el parlamento de Cataluña el primero que intentó tomar las riendas del desorientado reino, (además, la inestabilidad en Sicilia y Cerdeña lo requería). Los catalanes se reunieron primero en Montblanc y después en Barcelona. Comenzó entonces a tratarse la forma y manera de cómo decidir quien sería el nuevo Rey. La convocatoria de Parlamento General con parlamentarios catalanes, quizás mallorquines, aragoneses y valencianos, no se antojaba fácil: desórdenes y disputas entre bandos azotaban Valencia y Aragón.
En Aragón y tras la mediación de Benedicto XIII, el Papa Luna, cesaron momentáneamente las luchas entre Lunas y Urreas (enfrentados desde el conflicto dela Unión Aragonesa durante el reinado de Pedro IV). El ocho de febrero de 1411 se reunió el parlamento de Calatayud que concluyó al poco tiempo sin acuerdo ni sobre el lugar donde tratar sobre la sucesión, ni sobre quien deberían ser los representantes. Por si fuera poco, a su regreso de Calatayud el arzobispo de Zaragoza fue asesinado en La Almunia por Antón de Luna (rencoroso por las trabas impuestas a su señor el conde de Urgel y sus partidarios). A la vez, tropas castellanas entraron en el reino al auxilio de uno de los bandos valencianos, los Centelles.
Ante la imposibilidad de convocar Parlamento General los catalanes optaron por formar el suyo en un lugar cercano a la frontera con los otros reinos: Tortosa. Desde allí se mandaron mensajeros a Valencia y Aragón conminándoles a que se reunieran en lugares cercanos a Tortosa para facilitar el acuerdo.
El nueve de septiembre llegaron buenas noticias a Tortosa: los aragoneses se reunían en Alcañiz. Sin embargo, las noticias que llegan desde Valencia no son tan prósperas; los Centelles y Vilaragut forman dos parlamentos distintos en las villas de Trahiguera y Vinaroz. A su vez, los urgelistas aragoneses optaron por formar su propio parlamento en Mequinenza.
Pero a pesar de los intentos de torpedearla Concordia desde Mequinenza, los asuntos en Alcañiz avanzaron positivamente. Se llegó al acuerdo de que cada reino escogiera a unos pocos representantes con el propósito de determinar quién era el candidato más adecuado para la Corona. La idea agradó en Tortosa y se enviaron misivas a los valencianos advirtiéndoles que solo si unían sus dos parlamentos serían escuchados. La batalla entre facciones valencianas acaecida en la villa de Murviedro, ya en febrero de 1412, estuvo a punto de dar al traste con los esfuerzos pacificadores. Pero finalmente, desde Vinaroz se mandó una única representación valenciana.
En Alcañiz se pactó el procedimiento jurídico de la elección real. Entre otros artículos, se acordó que el veintinueve de marzo de 1412 deberían reunirse tres representantes por cada reino, los cuales dispondrían de dos meses de tiempo para dilucidar sobre tan magna cuestión, pudiendo darse una prorroga de un mes más. El nuevo Rey debería ser elegido por al menos un representante de cada reino, asegurando así que la elección sería bien recibida en los tres principales territorios de la Corona. La ciudad elegida para recibir a los nueve fue un lugar idóneo: dotada de fuerte castillo, equidistante entre los tres reinos y perteneciente ala Orden de San Juan, por lo que su jurisdicción pasaría fácilmente al Papa: Caspe.
Comienza el Cónclave de Caspe. El dieciocho de abril los deputati (aunque los nueve electos han pasado a la historia como compromisarios, el términono aparece en ningún momento en las actas oficiales) se encontraban ya en el Castillo de Caspe para decretar y establecer quien, en justicia, era el poseedor de mayores derechos para ocupar el trono. A excepción de Ginés Rabasa que se hallaba muy cansado por el viaje y que juro después desde sus aposentos, se dirigieron a la puerta de la iglesia. Allí se celebró una misa con todos los altos cargos eclesiásticos allí presentes, durante la cual se produjo el juramento de los nueve escogidos:
“Pública y solemnemente hago voto a Dios, a la Virgen María y a toda la Corte Celestial, y juro sobre la cruz de Jesucristo y sobre los Santos Evangelios, que procederé en el negocio de la sucesión, y que publicaré el verdadero rey y señor lo más pronto posible, según Dios, Justicia y buena conciencia, pospuesta y alejada cualquier clase de amor, ruegos, temor u odio, como asimismo la esperanza de cualquier premio o favor, y toda otra mala voluntad. Juro además que antes de la declaración de rey, no manifestaré, publicaré o daré a entender a nadie que no sea alguno de los compromisarios, directa ni indirectamente de palabra, por escrito, por demostraciones, ni de ninguna otra manera, mi voluntad, intención o pensamiento, ni el de mis compañeros, hasta el día en que se haga la publicación solemne”.
El obispo de Huesca, que a primeros de abril había recibido la autoridad y dominio del Castillo y villa de Caspe, cumplió otra de las normas indicadas en la Concordia: se realizó la ceremonia de compartir entre los nueve el poder y la responsabilidad. El mismo día, y tras revocar de la jurisdicción a todos los oficiales en activo, situaron al frente de los puestos de mayor responsabilidad y como capitanes de la población a un responsable de cada reino. Alberto Zatrilla por Cataluña, Martín Martínez de Marcilla por Aragón, y Pedro Sabata por Valencia. Así, la autoridad de la villa se entregaba, durante el tiempo que durasen las deliberaciones, a los nueve, quienes mandaban sobre los tres capitanes. Estos disponían de trescientos hombres bajo sus órdenes. Se prohibió que nadie se acercase a menos de cuatro leguas de Caspe con más de veinte hombres armados.
Durante el día siguiente continuaron siendo protagonistas los tres capitanes. Requirieron al justicia de Caspe, Blas Vallobar, y le hicieron entregar la vara -símbolo de su cargo- en señal de haber sido desposeído de él. Casi inmediatamente y tras jurar que ejercería su oficio en nombre de los capitanes que eran quienes le investían, le fue devuelta la vara y el cargo.
La terna se dirigió al Castillo para tomar posesión con una curiosa maniobra: cerraron el portal y lo volvieron a abrir como muestra de propiedad. Con todas las ceremonias terminadas, la villa fuertemente custodiada y bajo control de los nueve escogidos, aún quedaba que los habitantes de Caspe asumieran la situación. Se reunió a los prohombres y oficiales del Concejo para explicarles las funciones y juramentos de los capitanes y aclararles cualquier duda sobre la obediencia, relación y respeto que se debían mutuamente. Se procedió del mismo modo con los representantes de la aljama o morería que residía en Caspe en aquella época y a la que afectaba todo lo referente a la transmisión de poderes.
Con la llegada de Guillén de Valseca, tercero de los catalanes (llegó tarde por culpa de un ataque de podagra) quedó completo el grupo. Desde entonces el interés de toda la Corona se centraba en Caspe. Comenzaron las recepciones a notarios y representantes de los candidatos al trono. Durante los tres meses que duró el Compromiso los pretendientes cumplieron fielmente una de las exigencias dela Concordia, donde se les invitaba a enviar a Caspe a los abogados y procuradores que creyesen necesarios para alegar y defender sus derechos.
Tampoco faltaron emisarios de los parlamentos o síndicos de ciudades y villas que continuamente expresaban su confianza en el concilio caspolino. Los nueve jueces escuchaban sus alegaciones, de las cuales tomaban buena nota los tres notarios oficiales (a pesar de la importancia del cargo de los notarios, estos se ausentaban durante las deliberaciones).
Los representantes del duque de Gandía fueron los primeros en llegar. Poco después se decidió sustituir a Ginés Rabasa, el cual había sido sometido a exámenes médicos. El dictamen fue claro: el noble valenciano no se hallaba en sus cabales. Como sustituto fue escogido el también valenciano Pedro Beltrán. El segundo pretendiente que envió a sus procuradores fue uno de los favoritos a ocupar el trono: Fernando, infante de Castilla, con nada menos que ocho miembros en su representación.
Llegaron los delegados de Don Juan, conde de Prades y Don Luis de Anjou y, tras ellos, la representación del segundo de los aventajados en la carrera sucesoria: con siete representantes la embajada del conde de Urgel se presentó en Caspe. Jaime de Urgel comprendió si quería hacerse con el trono, no tenía más remedio que enviar a sus valedores a Caspe.
En aquel maremagno nadie se acordaba del pequeño Fadrique, hijo bastardo de Don Martín el Joven, y a quien su abuelo Martín deseó nombrar su sucesor. Viendo ya enla Concordia que uno de los firmes candidatos iba a quedar sin defensa en Caspe, se nombró como valedor al obispo de Segorbe, encargado de buscar a los abogados idóneos para defender sus derechos. Fue el candidato que contó con el mayor número de procuradores en su defensa. Quince representantes hicieron lo imposible por defender la causa –prácticamente perdida- del pequeño Fadrique.
No podemos obviar que representantes de Isabel de Aragón y Violante de Nápoles, ambas también candidatas al trono, viajaron hasta Caspe alegando que el derecho romano debía prevalecer sobre el derecho germánico, el cual excluía a las damas como sucesoras del monarca fallecido.
Veintiocho de Mayo. Los jueces, que todavía no han recibido información suficiente y mucho menos deliberado, anunciaron que prorrogaban su veredicto un mes más, hasta el veintinueve de junio. Inmediatamente lo comunicaron a los parlamentos al mismo tiempo que notificaron que estos nombraran a las personas que deberían presenciar el acto de la proclamación.
El veintidós de Junio finalizo la recepción de embajadas y por fin, dos días más tarde, los nuevese reunieron para la votación final. Se aproximaba la sentencia. En aquellos días, la villa de Caspe era un auténtico hervidero de gentes que iban acudiendo para ser testigos de tan trascendental episodio.Todo el municipio lució sus mejores galas.
Los obispos de Urgel y Barcelona llegaron al frente de la delegación catalana; desde Valencia otros seis miembros entre los que destacaba fray Romero de Corbera, Maestre de la Orden de Montesa. La tarde del día anterior al fallo llegó la delegación aragonesa. Todos los representantes se pusieron a disposición de los nueve, rogándoles que no dilataran más la declaración.
Al parecer, así se produjo la votación: votó el primero fray Vicente en favor de Don Fernando. Al igual que él, Bonifacio Ferrer y los aragoneses Francés de Aranda, Berenguer de Bardají y el obispo de Huesca. También se sumo a ellos el catalán Bernardo de Gualbes, pronunciando las siguientes palabras:» In omnibus et per omnia adhero voto et intencione praedicti domini magistri Vicenti«. El arzobispo de Tarragona, Domingo Ram, no votó por D. Fernando (aunque creía más conveniente su elección); Vallseca se declaró abiertamente por el conde de Urgel. El último, Pedro Beltrán, se reservó el voto. Por lo tanto, Fernando de Castilla, llamado el de Antequera, sobrino carnal de D. Martín I, el Humano, fue elegido por seis votos contra dos y una abstención[1].
La última reunión de los nueve se produjo el veintisiete de junio por la tarde, en la cual rogaron a Vicente Ferrer que se encargara de dar lectura pública a la sentencia después de la misa y sermón que debía celebrarse al día siguiente. El fraile, afamado predicador, accedió de buen grado.
Caspe vivía en aquellos momentos un ambiente de expectación y solemnidad muy superior al acto de la toma de posesión de los jueces. Nobles, procuradores, representantes, altos cargos eclesiásticos, caballeros, ricos, pobres…todos curiosos y expectantes, se habían acercado a la villa para conocer el nombre del nuevo Rey. Redobles de tambores, soldados de guardia…todo estaba ya dispuesto. A las 9 de la mañana de aquel veintiocho de junio de 1412, los jueces bajaron del Castillo del Bailío acompañados por numerosa y anhelante comitiva para dirigirse a la iglesia, ante cuya puerta, que daba a la plaza, se había levantado un altar bordeado por dos catafalcos para los embajadores de los parlamentos. Otro delante, donde debían sentarse los nueve. La escena se completaba con magníficos tapices y muebles, los mas ricos y preciosos que tenía la Corona. La plaza era más grande que la actual[2].
Los alcaides del castillo y los capitanes de la villa no faltaron en aquella extraordinaria reunión de importantes. Iban acompañados por su guarnición de trescientos hombres, vestidos con jaquetones de tapete de belludo y brocado[3]. Martín Martínez de Marcilla portaba el estandarte real de Aragón.
Como público de tan magno acontecimiento se sumaron gentes venidas de múltiples lugares del reino. Incluso italianos, portugueses, ingleses y franceses se dieron cita en Caspe para ser testigos de la sentencia[4].
El obispo de Huesca ofició la misa del Espíritu Santo, al término de la cual Vicente Ferrer inició un sermón previo a la lectura de las actas de la declaración de los nueve:
“Alegraos pueblo que me escucháis…”
Opiniones sobre el Compromiso de Caspe hay abundantes. Una de las más extendidas dice que Vicente Ferrer, gran predicador, manipulo a su antojo la decisión de sus compañeros (aunque en realidad, tampoco era necesario, pues siete de los nueve eran “hombres del Papa”). Hecho probado es que Ferrer era fiel seguidor del Papa Luna. Y el de Illueca anhelaba el nombramiento de Fernando, quien apoyaba su papado (en pleno Cisma de Occidente). Es importante tener en cuenta que los otros dos principales candidatos eran contrarios al Papa Luna: Jaime apoyaba al Papa de Roma y Luis de Anjou, en ese momento, al de Pisa.
También se ha hablado siempre de los intereses de la burguesía catalana: Fernando poseía el control de la mesta castellana; es evidente que el nombramiento del castellano favorecería a los comerciantes catalanes quienes suspiraban por la lana de Castilla[5]. Refrendando esta teoría, cabe recordar que Bernardo de Gualbes votó por Fernando, divergiendo de los votos que recibió el Conde de Urgel por parte de los otros dos jueces catalanes.
Definitivamente, ¿estuvieron los Compromisarios influenciados por el Papa Luna? ¿Manipulados? A este respecto, les traslado las palabras de José Ángel Sesma en El Interregno (1410-1412)… «(…) «Y es que los compromisarios, que habían sido seleccionados por su «buena fama» y eran conscientes de la trascendencia de la tarea encomendada, cumplieron hasta el final con su compromiso y con su juramento».
Algunos expertos afirman que se escogió al candidato que invirtió mayores recursos y que a la vez contó con mejores valedores[6].
Y lo que tampoco debemos olvidar es que la muerte del Arzobispo de Zargoza a manos de Antón de Luna fue, bajo mi punto de vista, determinante. Luis de Anjou se quedó sin su principal valedor y la causa de Jaime de Urgel quedó muy tocada (Antón de Luna servía al de Urgel).
Lo incuestionable es que en un tiempo donde las espadas se desenvainaban con demasiada rapidez, la palabra venció a la fuerza. Y por eso el Compromiso de Caspe se hizo famoso en todo el mundo. Y no es para menos. ¿No creen?
Amadeo Barceló Gresa
[1] Para profundizar en la historia del Compromiso de Caspe les recomiendo la obra de Manuel Dualde y José Camarena, El Compromiso de Caspe. IFC, Zaragoza, 1976, así como el reciente trabajo de José Ángel Sesma Muñoz, El Interregno (1410-1412). Concordia y compromiso político en la Corona de Aragón, IFC, CECBAC, 2011.
2] Valimaña Abella, Mariano., Anales de Caspe. GCC. Caspe, 1988. p 64.
[3] El jaquetón es un tipo de chaqueta medieval.
[4] Salas Pérez, Antonio. Caspe y la historia del Compromiso. Tipográfica Sanz. Caspe, 1968, p 174.
[5] El Honrado Concejo de la Mesta se encontraba entonces en una época de total esplendor. Había pasado de medio millón de cabezas en el año 1300 a cuadruplicar el número en los dos siglos siguientes (información extraída de Emilio Mitre La España Medieval, Editorial Istmo, 1995, p. 283).
[6] Concretamente Esteban Sarasa Sánchez en “El Compromiso de Caspe. Revisión de un acontecimiento histórico a fines del siglo XX”. Cuadernos de Estudios Caspolinos nº IX. GCC, Caspe, 1983. p 21.