A las 9,52 horas de la mañana del pasado jueves 28 de enero, la periodista de la Cadena Ser, Pepa Bueno, daba entrada a uno de los últimos cortes de su programa matinal, Hoy por Hoy. Durante unos segundos sonó la melodía de la canción “The robots” del legendario grupo de música electrónica alemán Kraftwerk. La música se interrumpió y se produjo el siguiente, y breve, dialogo:
-Pepa Bueno: “¿qué misteriosa esta música, ¿no Dani?, esta que nos pones para irnos esta a (sic)…?”
–Dani: “psicodélica un poco”.
-Pepa Bueno: “Kraftwerk se llama este (silencio) grupo que va a dar ocho conciertos seguidos en el Guggenheim…”
Y ahí acabó todo.
El Museo Guggenheim de Bilbao celebra este año su vigésimo aniversario y el ciclo de actos con el que se va a conmemorar dicha efeméride arrancará en octubre con ocho conciertos a cargo de Kraftwerk. En cada una de ellos el grupo interpretará completo cada uno de sus discos. Tal y como ya hicieran antes en el MOMA de Nueva York, el Kunstsammlung de Düsseldorf; la mediática Sala de Turbinas de la Tate Modern de Londres, el Akasaka Blitz de Tokyo y la célebre Ópera de Sidney. Una oportunidad única para los numerosos fans españoles de la banda.
Que una institución como el Guggenheim de Bilbao elija a un grupo de música pop para decirle al mundo que, a pesar de los agoreros, no solo sigue abierto y a pleno funcionamiento sino que se ha convertido en ejemplo, y referencia obligada, de un modelo de gestión cultural y al mismo tiempo de transformación urbanística para una ciudad, dice mucho, no ya del museo en sí, sino del grupo de pop escogido para tamaña responsabilidad. Uno puede no saber nada acerca de Kraftwerk pero el hecho de que el Guggenheim confíe en ellos da bastantes pistas acerca de su entidad y su trayectoria. No seré yo, fan acérrimo del grupo, el encargado de glosar sus muchas virtudes. No estamos aquí para hablar del minimalismo, el Krautrock y la herencia de Karlheinz Stockhausen. Quedémonos con que Kraftwerk es un grupo de música popular. Es decir, no son una orquesta sinfónica, ni un cuarteto de cuerda, ni siquiera un modesto trío de clarinetes. Su música, hecha con sintetizadores, suena en discotecas, bares, coches, festivales. A pesar de su barniz intelectual, es pop.
Escucho una y otra vez la grabación del programa y percibo siempre lo mismo en Pepa Bueno. Tres cosas en realidad. Una, Pepa Bueno no tiene ni idea de quienes son Kraftwerk. Dos, se la sopla quienes sean. Tres, se la sopla todavía más que sus oyentes percibamos su ignorancia. Pepa Bueno es una gran periodista, de las mejores de este país, y lo anterior no la convierte en una mala profesional. En realidad está siendo consecuente con lo que se espera de la mayoría de los periodistas españoles y, sobre todo, con el tratamiento que su casa, el grupo Prisa, suele deparar a la información relativa a la cultura pop. Lo vimos hace apenas unas semanas con la muerte de David Bowie. El pop, o no sale, o solo sale si alguien se muere. Y cuando sale sale poco y mal y siempre de forma tópica. Podemos perdonarle a Pepa Bueno su ignorancia en materia de música pop, pero no podemos, ni debemos, perdonarle la apatía y, al mismo tiempo, el descaro con que es capaz de exhibir esa ignorancia. Porque a Pepa Bueno, y en general a cualquier periodista, le toca informar de temas de los que no tiene ni puñetera idea, que para eso están los redactores, pero su trabajo consiste en obviar sus carencias y en dar la información con toda la profundidad que requiera. Si a Pepa Bueno le hubiera tocado hablar de un premio Nobel de literatura birmano sin obra traducida al castellano, la exposición de un discípulo de un primo de un vecino de Rubens en el Prado o el estreno en el Teatro Real de una ópera con música de José María Cano y libreto de Jesulín de Ubrique, se habría puesto en posición de firmes y habría representado el papel de ávida lectora del Nobel Birmano en su lengua original, experta en pintura de los Paises Bajos o apasionada de la ópera de vanguardia con total entrega. Pero le tocaba dar una noticia relacionada con el pop, y ahí el nivel de exigencia cae considerablemente.
La fascinación por la llamada “alta cultura” es un rasgo esencial de las sociedades desculturizadas. La nuestra, después de décadas de franquismo y de desidia por parte de los poderes públicos democráticos, lo es y mucho. Es por ello que, salvo honrosas y magnificas excepciones, tanto los medios como los llamados “intelectuales” se muestren absolutamente fascinados por las clásicas manifestaciones de la “alta cultura” y groseramente despreciativos con la cultura popular. No se han enterado de que Mahler y Mozart llevan siglos sin componer nada nuevo y de que se han escrito bastantes libros después de Proust, Joyce o Cervantes. La idea de la cultura como algo divertido, participativo y popular no cabe en las mentes de nuestros prebostes culturales. Solo es cultura lo trascendente, lo minoritario, lo deliberadamente esquivo. Y esa podredumbre se ha difundido por el sistema linfático de nuestra sociedad contaminándolo todo.
La única excepción a esa ley de hierro, la única concesión al pueblo como actor creador de su propia cultura, se da casi exclusivamente entre la progresía española y solo en el caso de los cantautores. Les pongo un ejemplo: Hace no mucho escuché como le preguntaban a Carme Chacón por su música favorita. Serrat, por supuesto. En general Carme Chacón parece una tipa bastante aburrida pero, por pura coherencia generacional, la ubico mucho más cerca del “Like a Virgin” de Madonna que de la Saeta machadiana. Pero Carme quería demostrar que era una persona seria y, en este país, no se concibe que a una persona seria pueda gustarle Madonna ni nada que suene a ligero o divertido. Estoy convencido de que muchos de nuestros personajes públicos creen que señalar a Sabina o al inevitable Serrat entre sus preferencias es solo una manera de legitimarse a los ojos de los demás, algo así como situarse tras un parapeto que les protege de cualquier acusación de frivolidad o ligereza. Los cantautores son una muletilla en materia cultural, a la manera del manido consenso en política, una isla de seguridad alejada de cualquier posibilidad de conflicto.
Yo pienso igual que Emma Goldman. Solo la diversión puede cambiar el mundo. Miro hacia los países que admiro, esos a los que España aspira a parecerse algún día, y en todos encuentro un elevado aprecio no solo por la música pop sino por otras muchas manifestaciones de la cultura popular. Intuyo que existe una relación directa entre el número de discos que los suecos tienen en sus hogares y su nivel de renta; entre el número de escritores franceses, de librerías y programas culturales en su televisión pública y la supervivencia a esa crisis que siempre les achacamos pero que, en realidad, no acaba de afectarles como a nosotros; entre el Producto Interior Bruto de los Estados Unidos y su severa protección de los derechos de propiedad intelectual. Aquí, en España, el debate se ciñe al agresivo desprecio con el que la derecha, política y sociológica, trata a la industria cultural y a sus hacedores y la aburrida fascinación que cierta progresía, pretendidamente leída y viajada, sigue exteriorizando ante los viejos tótems de la cultura de la Transición aunque, como Mahler y Mozart pero solo en eso, lleven siglos sin componer un tema apreciable. El paradigma de lo que les vengo contando vendría a ser el grupo de comunicación para el que trabaja la presentadora que no sabía quien demonios eran Kraftwerk, el Grupo Prisa. Y que conste que lo dice alguien que, durante años, ha sido activo consumidor de muchos de sus productos.
Les contaré que tengo un amigo supefacha, carca a más no poder, que despotrica sistemáticamente contra el grupo Prisa a pesar de admitir que nunca ha leído El Pais ni escuchado la SER. Yo siempre le digo lo mismo: “eso es porque no lo has probado, estoy seguro de que, si lo hicieras, te iba a encantar”.
Ea! En octubre todos a Bilbao a ver a Kraftwerk. Y que vengan también Juan Luis Cebrián y Pepa Bueno.
Jesús Cirac