Walter Benjamin, las fronteras, el progreso

Hace ahora 75 años y unos días, el 26 de septiembre de 1940, fallecía un alemán de origen judío en Portbou, junto a la frontera francesa. Las circunstancias que rodearon a su muerte no podían ser más tristes. Expiraba después de varias horas de agonía, en un modesto hotel, acompañado solo por desconocidos. Huía del nazismo y de una Europa en guerra y, agotado y desesperanzado, saber que la policía española le obligaba a regresar a Francia fue el mazazo definitivo. Pensó que se le cerraban las puertas no solo de la libertad sino de su vida. Todo parece indicar que se suicidó. Tampoco después le acompañó la fortuna. Le oficiaban una misa, enterraban su cuerpo en la parte católica del cementerio y después nadie reclamó sus pertenencias ni renovó el alquiler de su nicho, así que sus restos acabaron en una fosa común con los sin nombre.

Aquel hombre era Walter Benjamin. Entonces era un desconocido, pero hoy pasa por ser uno de los grandes pensadores del siglo XX y su triste final hace de él un icono de las miserias que trajo esa centuria. A través de una fragmentaria obra escrita, a menudo alegórica y hasta oscura, y desde una mezcla insólita de géneros y tradiciones, como un marxismo anarquizante y la mística judía, Benjamin lanzaba un mensaje implacable contra la fe ciega en el progreso en todas sus versiones (también la marxista). Para él, la barbarie y la catástrofe del nazismo y las guerras mundiales no eran una desviación de la senda del progreso, sino su expresión más brutal y acabada. Lejos de haber ley histórica alguna que aboque a la felicidad colectiva, en su opinión no hay documento de cultura que no sea al mismo tiempo de barbarie, la historia es una sucesión de victorias de los poderosos y de tragedias y ruinas para sus víctimas y la única esperanza está no en el futuro sino en la luz que arrojan desde el pasado quienes lucharon por causas nobles y fueron derrotados.

Pero su pesimismo y nostalgia del pretérito no eran solo resignación fatalista. Operaban en él como crítica revolucionaria del presente. Tras ellos hay un aviso de las amenazas que genera el progreso económico y tecnológico, apuntando que de su mano pueden ir procesos de regresión social y política. Le llevaron a la poderosa idea según la cual la revolución no es el resultado esperable de la historia, sino la interrupción del tiempo, el freno de emergencia del tren desbocado de ese progreso. Y a ello se suma algo tan actual como el hincapié de Benjamin en los peligros que acarrean el agotamiento de la naturaleza por la acumulación del capitalismo y los avances tecnológicos.

Walter BenjaminQuizá no sea extraño que Benjamin tuviera escaso eco cuando, unos años después de su muerte, la derrota del nazismo y los avances en materia de democratización y bienestar en el mundo occidental de la segunda mitad del siglo XX parecían contradecir su pesimista mensaje. Pero, por eso mismo, tal vez sea lógico que su figura haya sido recuperada en los últimos años o lustros. Primero fue la caída del muro de Berlín, con la que parecieron derrumbarse también los programas utópicos y la esperanza en la construcción de un mundo sustancialmente diferente y mejor. Después la frustración de las expectativas de bienestar general que había despertado el supuesto triunfo definitivo de la democracia liberal y la economía de mercado. Todo ello se unió a la creciente brecha entre países ricos y países pobres, entre el centro y la periferia de un sistema mundial de explotación, y la generalizada conciencia de que esquilmar como se está haciendo los recursos del planeta nos está llevando a un punto de no retorno. Y en los últimos años, se ha añadido la sangrante y pertinaz crisis económica iniciada en 2008 y la paralela crisis de legitimidad de los sistemas políticos occidentales. Todo ello junto vuelve a nublar cualquier creencia en que las cosas van realmente a mejor y da pie a dudar seriamente que el tiempo nos reserve un porvenir arcádico. Que hoy, aun más que cuando escribió Benjamin, el futuro se represente en la ficción como distópico, ya nunca como utópico, debería darnos que pensar. Que, por vez primera en la historia, hayamos aceptado que la generación próxima va a vivir peor que la anterior, incluso mucho peor, también.

Benjamin no era un oráculo. Vivió y escribió en un momento histórico muy concreto y su mirada estaba determinada por el contexto de unos regímenes bárbaros y guerreros en plena expansión y por unas circunstancias personales que en los últimos años de su vida fueron haciendo de esta un camino cada vez más triste, solitario y deprimente. Pero quizá por todo eso, pudo percibir con mayor nitidez que la mayoría la cara B del progreso. Aquel apátrida que trataba de huir de la barbarie cruzando fronteras que se le cerraban, por cierto como tantos otros hoy mismo, supo advertir sin concesiones sobre los peligros y horrores de su tiempo, que en buena medida lo son o pueden ser también del nuestro.

José Luis Ledesma

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